
Cuando en 2019 el presidente López Obrador declaró que el huachicol había terminado, el mensaje era contundente: se había ganado la batalla contra uno de los símbolos más claros de la corrupción y la impunidad en México. Sin embargo, el tiempo y las investigaciones recientes han demostrado que aquella afirmación fue, en el mejor de los casos, una verdad a medias.
El llamado huachicol fiscal no se trata de tomas clandestinas ni de ductos perforados. Es un esquema mucho más sofisticado: el contrabando técnico de combustibles, que mediante documentos falsos o clasificaciones aduaneras alteradas permitía importar hidrocarburos sin pagar impuestos. Declarar diésel como “lubricante” o gasolina como “aditivo” no solo era un fraude fiscal, era una red de complicidades en puertos, aduanas y altos mandos de la Marina.
Las detenciones de 14 personas, incluidos seis marinos, tres empresarios y cinco exfuncionarios de aduanas, muestran la magnitud del problema. Entre ellos figura el vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna, sobrino político del actual secretario de Marina, Rafael Ojeda Durán. El señalamiento es grave: instituciones que habían sido presentadas como ejemplo de integridad aparecen ahora vinculadas a un fraude que habría costado al erario hasta 177 mil millones de pesos al año.
La narrativa oficial de que el huachicol había terminado se tambalea. Mientras se anunciaba el fin del robo de combustible, este esquema fiscal paralelo operaba con rutas marítimas desde Houston hacia puertos mexicanos como Altamira o Tampico, con documentación falsa y complicidades institucionales.
Y aquí no se trata solo de un problema económico. Se denuncian también muertes vinculadas a quienes intentaron exponer estas redes. Funcionarios de aduanas, marinos que detectaron anomalías, oficiales que hoy ya no pueden contar lo que sabían. Esto convierte el huachicol fiscal en un escándalo con implicaciones éticas, institucionales y políticas de gran calado.
¿Quién sabía qué? ¿Qué tan arriba llegaba la cadena de complicidad? Hasta ahora no hay pruebas públicas de que el presidente estuviera al tanto de cada detalle, pero el solo hecho de que este esquema haya operado bajo su gobierno, con instituciones que él mismo colocó como guardianes de la honestidad, es suficiente para cuestionar la narrativa de “cero corrupción”.
El caso también abre una grieta en la legitimidad de la Secretaría de Marina, una de las dependencias que hasta hace poco gozaba de mayor confianza social. Si la institución encargada de vigilar los mares y los puertos aparece implicada en un esquema de contrabando multimillonario, la pregunta no es si hay corrupción, sino qué tanto se toleró y quién se benefició de ella.
Las implicaciones son claras: este escándalo mina la credibilidad del discurso oficial, golpea la confianza en las instituciones y exhibe que la corrupción no desaparece con declaraciones.
El huachicol fiscal es, en realidad, el espejo incómodo de una transformación que prometió erradicar viejas prácticas, pero que hoy revela que esas mismas prácticas no solo sobrevivieron, sino que se perfeccionaron.
Y lo peor es que, si no se esclarece a fondo, si no se llega a los responsables de más alto nivel, lo que quedará no será justicia, sino un mensaje devastador: que en México se puede hablar de acabar con la corrupción… mientras se sigue viviendo de ella.