“Hay hombres que nunca se atreven a conquistar por sí mismos lo que esperan recibir de la fortuna ajena.” — Maquiavelo
El enano del tapanco de la 4T.
En la tragicomedia política mexicana, hay personajes que parecen condenados a aparecer en todas las fotos oficiales, aunque nadie los haya invitado. Pablo Gómez Álvarez es uno de ellos: impuesto por AMLO y legitimado por Sheinbaum como cabeza de la comisión para la “reforma electoral” —esa que la 4T vende como modernización, pero que huele a último clavo en el ataúd de la democracia—, y convencido de que el país le debe un monumento.
Su importancia real no se mide por lo que ha hecho, sino por la altura artificial que le da el tapanco del poder. Desde ahí mira, sin entender que es más ornamento que pilar, más símbolo inflado que actor decisivo. Del 68 al club de grillos En su biografía de bolsillo, Pablo Gómez insiste en que su papel en el 68 fue protagónico. La realidad es otra: tuvo un rol secundario.
Su paso por la cárcel le bastó para construir una leyenda personal, pero su salida no lo llevó a las trincheras de la resistencia, sino al club de los grillos echeverristas. Ahí aprendió que en México la rebeldía puede ser rentable… si se sabe a quién entregarla. Este capítulo de su vida explica todo lo demás: la habilidad para reciclar causas legítimas y usarlas como moneda política. El 68, en su caso, no fue la antesala de una lucha constante, sino la llave de acceso al sistema que supo aprovechar para vivir de él. Del Partido Comunista al PSUM Antes de que la ideología se volviera un accesorio, Gómez militó en el Partido Comunista Mexicano con la convicción de que desde ahí derribaría los muros del sistema. Lo que derribó, en realidad, fueron las paredes entre la izquierda radical y la burocracia. Más tarde saltó al Partido Socialista Unificado de México (PSUM), un experimento efímero que ya anunciaba su turismo partidista como forma de vida: adaptarse, reetiquetarse y siempre aterrizar en un cargo seguro.
Ese tránsito no fue ideológico, sino logístico: de asambleas clandestinas a oficinas con aire acondicionado, de la militancia doctrinaria a las negociaciones en los pasillos del poder. No fue un giro político genuino, sino una conversión pragmática para asegurar su supervivencia. No se movió hacia donde estaban sus ideas, sino hacia donde había un asiento disponible. La visita a la UNAM y la izquierda domesticada por Echeverría Cuando Luis Echeverría visitó la UNAM, la comunidad universitaria se dividió entre quienes lo repudiaban y quienes lo cortejaban. Pablo Gómez eligió el pasillo intermedio: el de los contactos. No aparece en las imágenes más icónicas de rechazo, pero sí en las agendas donde se anotaban favores y promesas. No estuvo solo en esa estrategia.
Durante los setenta, Echeverría operó con precisión para cooptar a buena parte de la izquierda universitaria y partidista. Figuras antes combativas se integraron a su aparato: Porfirio Muñoz Ledo — entonces joven político, puente entre el presidente y sectores universitarios, promoviendo la narrativa de Echeverría como “aliado progresista”. Heberto Castillo — líder moral del ingenierismo, que pese a mantener críticas aceptó mesas de negociación que dividieron a la oposición. Gilberto Rincón Gallardo — militante socialista que alternó el papel de crítico con cargos institucionales. Fausto Trejo — médico y ex preso político del 68, integrado a proyectos oficiales bajo la bandera de “construir desde adentro”. El patrón era claro: la represión de 1968 y 1971 se acompañaba de un plan para absorber a líderes estudiantiles y cuadros militantes, ofreciéndoles cargos, recursos y visibilidad a cambio de suavizar su confrontación. Del molde echeverrista al reciclaje partidista Con la disolución del Partido Comunista Mexicano y la creación del PSUM, muchos de estos cuadros reaparecieron, ya no como radicales proscritos, sino como políticos institucionalizados buscando espacios formales en el Congreso y gobiernos locales.
El PSUM, aunque breve, fue el puente para integrarse de lleno al sistema electoral que antes denunciaban como ilegítimo. El salto posterior al PRD en 1989 consolidó esa metamorfosis. El partido, presentado como la gran oposición al PRI, absorbió a buena parte de la vieja izquierda cooptada en los setenta, ya entrenada para coexistir con el poder. Pablo Gómez, Muñoz Ledo y Rincón Gallardo fueron piezas visibles de este reciclaje. Finalmente, el último reciclaje llegó con Morena, que bajo el discurso de “regeneración” reincorporó a veteranos de todas las siglas, dispuestos a vestir el nuevo uniforme. Así, personajes moldeados en la escuela echeverrista reaparecieron como si fueran insurgentes recién llegados, cuando en realidad llevaban medio siglo orbitando alrededor del poder presidencial.
El clan familiar enquistado Su biografía política estaría incompleta sin la mención de la red de parientes que, gracias a sus conexiones, han encontrado asiento en la nómina pública. Su esposa, Elvira Concheiro Bórquez, funge como Tesorera del Gobierno Federal; su hijo, Ángel Gómez Concheiro, dirige la oficina de Grandes Festivales Comunitarios en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México; y su sobrina, Galia Borja Gómez, ocupa el cargo de Subgobernadora del Banco de México. La red se extiende a sus cuñados: Luciano Concheiro Bórquez, Subsecretario de Educación Superior en la SEP, y Juan Concheiro Bórquez, responsable de la Gaceta Parlamentaria en la Cámara de Diputados. Incluso su prima política, Elvira María de los Ángeles Rosario Comesaña y Concheiro, ostenta la Dirección de Asuntos Económicos en la SCT. Todos estos cargos están documentados en la Plataforma Nacional de Transparencia y han sido reportados por medios nacionales.
En conjunto, este pequeño consorcio familiar percibe ingresos considerables, sustentados con recursos públicos y blindados bajo el amparo de la 4T. Aquí, el nepotismo no es un accidente: es un mecanismo deliberado para asegurar lealtad y preservar cuotas de poder. El chiste de su propia reforma Y mientras su familia se consolida como un pequeño consorcio de cargos públicos, él encabeza una reforma electoral que, paradójicamente, atenta contra el mismo mecanismo que lo mantuvo vivo políticamente. Es como si un chef propusiera prohibir la comida mientras se da un festín. La 4T no lo usa por ingenuidad, sino porque su historial de lealtad y servilismo garantiza que avalará cambios regresivos con la credencial de “luchador social”.
El último clavo Hoy, Pablo Gómez se presenta como arquitecto de la “nueva democracia” de la 4T, pero en realidad apenas sostiene el martillo que otros manejan. El clavo es para el ataúd de la República; su recompensa, otra línea en un currículum que ha sabido engordar sin mérito auténtico. Y aquí radica el riesgo: cuando quienes viven del sistema escriben las reglas, la democracia deja de ser un instrumento ciudadano y se convierte en un recurso administrativo al servicio del poder. Mantener a operadores como él en el núcleo del poder no solo perpetúa el ciclo de reciclaje político, sino que condena a la democracia mexicana a un simulacro perpetuo, donde las reglas cambian para que nada cambie.
Exhorto final.
Exponer a Pablo Gómez no es un acto de revancha, sino una obligación cívica. Su biografía, su red familiar y su papel en la reforma electoral lo convierten en el rostro más visible de la contradicción moral de la 4T. Nombrarlo para encabezar esta tarea es como poner al lobo a redactar el reglamento del gallinero. La jugada puede salirle cara a López Obrador: este personaje, con su historial y sus contradicciones, corre el riesgo de convertirse en el catalizador del rechazo social hacia la parodia política que pretende consolidar.