octubre 30, 2025
La gobernadora parece moverse entre la fe en la lealtad y la negación del conflicto. En Morelos

A la herencia nefasta del ex futbolista Cuauhtémoc Blanco se suma la muerte de Juan Salgado.

A un año de tomar protesta la gobernadora del Estado de Morelos, Margarita González Saravia, su administración presenta fracturas. El pasado inmediato con el ex futbolista Cuauhtémoc Blanco fue, a decir de muchos, traumático. La popularidad del jugador no se reflejó en la capacidad de administrar y gobernar. Sin embargo, la tendencia de malos manejos parece continuar.

Morelos ha sido históricamente un territorio de poder disperso y de lealtades personales antes que institucionales. La herencia política del «Cuauh» -una mezcla de improvisación y favores- dejó un andamiaje administrativo corroído. En ese escenario, Margarita González Saravia asumió el poder con una legitimidad doble: la de la 4T y la de su propia biografía militante. Pero en la práctica, ambas parecen diluirse.

Su trayectoria, construida entre la élite financiera y la militancia de izquierda, refleja una paradoja: la empresaria que defiende la justicia social, la idealista que aprendió a navegar en el pragmatismo político. En teoría, esa dualidad debía dotarla de equilibrio. En los hechos, ha derivado en un estilo de gobierno que combina discurso moral con una gestión permeada por intereses opacos.

Los nombres que orbitan su administración dibujan una red de poder que conecta la vieja clase política con los nuevos aliados del obradorismo. El secretario de Salud, Mario Ocampo Ocampo, enfrenta señalamientos de desvíos millonarios en programas hospitalarios; Matías Nazario Morales, exdiputado priista y operador del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, reaparece como intermediario de pactos informales; Pablo Santander, dueño del portal 24 Morelos y financista de la campaña, maneja la comunicación institucional con la lógica de un negocio en el que se privilegia el silencio de la prensa local.

Gerardo Becerra Chávez Hita, quien dirigió el organismo anticorrupción y alentó un pago de cien millones de pesos a Nacional de Drogas (Nadro)– al que, incluso, Cuauhtémoc Blanco se opuso por ser un considerarlo un fraude- sigue siendo figura de influencia. Mantiene y conserva cercanía con los círculos de decisión y responde al antiguo enclave del ex gobernador, el español José Manuel Sanz.

Estas figuras, además de representar a viejos conocidos de la política local; son también piezas funcionales para sostener un frágil equilibrio. En un estado con instituciones debilitadas, son esos vínculos los que configuran el vulnerable poder de González Saravia.

Para desgracia del Estado, la muerte reciente del secretario general de Gobierno, Juan Salgado Brito -un político priista de talante moderado que fungía como enlace civilizado entre las distintas corrientes- deja a la gobernadora sin un mediador valioso. Su ausencia anticipa turbulencia tanto al interior de los equipos que se disputan las decisiones como hacia afuera en un contexto de inseguridad que prevalece en la entidad.

Aunado a ello, la imposición de Mirsa Suárez Maldonado como presidenta del consejo estatal de Morena reveló el estilo de mando de la gobernadora: control vertical del partido y exclusión de voces disidentes. La maniobra cerró filas, pero también confirmó que el poder político en Morelos se concentra nuevamente. Lo que debería ser un esquema de contrapesos se convirtió en una red de vigilancia mutua con un cerco de silencio ominoso.

El dilema que se abre es moral y político a la vez: ¿Margarita González es cómplice o rehén de su entorno? Las señales, por ahora, apuntan en ambas direcciones. Si sabe lo que ocurre en su administración y calla, participa del mismo pacto de impunidad que juró desmantelar. Si lo ignora, demuestra una ceguera voluntaria que, en términos prácticos, produce el mismo resultado. En el poder, la ignorancia también es una forma de complicidad.

La gobernadora parece moverse entre la fe en la lealtad y la negación del conflicto. En Morelos, cada aliado tiene historia y cada historia tiene costo. Cuauhtémoc Blanco descubrió esa lección tarde; Margarita González está a punto de aprenderla.

Los señalamientos a su gestión en su primer año que se hacen desde el gobierno federal son también relevantes. Si bien, la necesitan como símbolo de continuidad en la entidad, la realidad la empuja hacia un dilema: si opta por proteger a sus cercanos, quedará marcada como cómplice; si decide romper con ellos, su gobierno enfrentará una implosión interna. En ambos casos, el desenlace compromete su futuro político y el relato moral de la Cuarta Transformación.

Morelos se ha convertido en un espejo cruel: refleja la distancia entre la retórica del cambio y la práctica del poder. Margarita González Saravia llegó con la promesa de cerrar el ciclo del futbolista convertido en gobernador. Hoy carga con el riesgo de repetirlo, pero con menos espectáculo y más sombra.

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