¿Presidenta o cómplice?

Enrique Dávila Vega

La sombra del narco sobre el gobierno de Sheinbaum

Claudia Sheinbaum llegó al poder con un dis- curso que quería ser científico, técnico, limpio. Prometía orden, racionalidad y un “segundo piso” de transformación. Pero la realidad es otra: gobierna bajo la sombra de pactos oscuros, con una herencia envenenada que no ha querido —ni podido— romper.

Las denuncias que apuntan a la complicidad del círculo cercano de Andrés Manuel López Obrador con el narcotráfico no son teorías conspirativas: son parte de testimonios judiciales presentados en cortes estadounidenses. Documentos, declaraciones y reportajes de periodistas serios —como Tim Golden en ProPublica— revelan lo que muchos en México ya sospechaban: el narco financió campañas, compró territorios, colocó operadores y blindó impunidad a cambio de control.

¿Dónde está Claudia en todo esto? Exactamente donde la dejó López Obrador: en la continuidad, en la omisión, en el silencio cómplice. La estrategia de “abrazos, no balazos” sigue intacta, pero ahora con más presupuesto, más militares en las calles y menos resultados. Los cárteles no están debilitados; están institucionalizados.

La presidenta guarda silencio. No hay ruptura con quienes están bajo sospecha. Mario Delgado, Ernestina Godoy, Adán Augusto y otros miembros clave de Morena siguen operando con total libertad, sin investigaciones, sin rendición de cuentas. En cambio, el gobierno ataca a periodistas, desacredita a Estados Unidos y exige “respeto a la soberanía”. ¿Soberanía de qué? ¿De un país entre- gado al crimen?

La credibilidad de Sheinbaum comienza a desmoronarse. Su imagen de científica incorruptible no resiste el olor a pólvora, a sangre y a dinero sucio. La propaganda oficial y las encuestas maquilladas no pueden ocultar lo que la gente vive: zonas toma- das, extorsión generalizada, y un Estado que se repliega mientras los cárteles gobiernan en su lugar.

El quiebre puede y debe venir. Pero no será espontáneo. Claudia tendría que romper con AMLO, cesar y enjuiciar a los operadores señalados, exigir cuentas a los mandos de seguridad, y aceptar cooperación internacional real, no solo discursos nacionalistas huecos. Tendría que traicionar al régimen que la hizo presidenta para salvar al país.

Y si ella no lo hace, la oposición debe obligarla. No con pactos ni con tibieza, sino con una estrategia clara: desenmascarar al narcoestado, documentar sus vínculos, usar tribunales internacionales, presionar desde los congresos estatales, y construir un nuevo relato nacional que hable de verdad, justicia y recuperación del Estado.

Porque si el país va a romper el pacto con el crimen, alguien tiene que tener el valor de romper primero con el poder que lo protege.

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