octubre 16, 2025

Por que Machado conquisto el Nobel de la Paz y nunca lo harán Trump y Sheinbaum

cuando el nombre de Machado fue pronunciado en Oslo, no fue Venezuela la que fue honrada, sino la idea obstinada de que, incluso en un siglo tan cínico como el nuestro, la paz sigue perteneciendo a quienes tienen el valor de enfrentarse al poder, no a quienes lo ejercen

Habló de una mujer que no huyó; que permaneció en su país cuando el régimen lo volvió inhabitable;

“Este Premio reconoce no solo el acto de resistir,
sino la voluntad de quedarse cuando otros huyen.”
— Comité Nobel Noruego-

Cuando hoy el Comité Nobel Noruego pronunció el nombre de María Corina Machado como ganadora del
Premio Nobel de la Paz, el salón pareció iluminarse de pronto, como si el mundo recordara, por un
instante, que el valor sigue siendo una categoría moral.


El discurso fue breve, ceremonial, pero punzante. Habló de una mujer que no huyó; que permaneció en
su país cuando el régimen lo volvió inhabitable; que luchó con palabras en lugar de armas, con dignidad
en lugar de ruido.


Y al explicar por qué ella lo merecía, el Comité nos dejó claro —sin proponérselo— por qué otros jamás
podrían merecerlo. Cada frase sobre el coraje frente a la represión, sobre la defensa de la verdad en medio
del miedo, sobre la dignidad que no se rinde ante el poder, funcionó como un espejo invertido.


Porque bajo esos mismos parámetros —el riesgo personal, la integridad moral, la renuncia al privilegio en
nombre de la libertad— resultó imposible no pensar en por qué ni Donald Trump ni Claudia Sheinbaum
tendrían jamás los méritos para recibirlo.


El subtexto era inequívoco: la paz, en su forma más pura, no es la ausencia de conflicto, sino la decisión de
resistir la opresión sin convertirse en ella. El premio no fue por la diplomacia, ni por la gestión, ni por el
teatro burocrático del “diálogo”. Fue por la resistencia moral: por mantenerse en pie cuando el precio de
la decencia es el exilio, la cárcel o la muerte.

Trump: el ruido sin el silencio


Los admiradores de Trump han intentado durante años venderlo como un mediador de la paz. Enumeran
acuerdos, cumbres, apretones de manos y fotografías: la coreografía del poder sin la sustancia de la
reconciliación. Pero la paz, recuerda la tradición del Nobel, jamás proviene de quienes confunden atención
con autoridad.


El Comité siempre ha desconfiado del espectáculo. Sus laureados rara vez anuncian la paz; la encarnan.
Gandhi nunca recibió el premio, quizá porque no necesitaba una medalla para ser recordado. Trump, en
cambio, habría necesitado la medalla para fingirlo.

Su “paz” es transaccional: ceses al fuego vendidos como eslóganes, diplomacia representada como un
programa de televisión. Su nacionalismo —estridente, errático, auto devorante— fracturó alianzas y
ridiculizó la idea misma de liderazgo moral. No se puede ganar el Premio Nobel de la Paz después de tratar
la verdad como algo negociable y la humanidad como una ficha de cambio.


El Comité premia los silencios entre las palabras, no el estruendo de los aplausos. En suma, Trump
representa aquello que el Nobel busca corregir: el culto al poder sin responsabilidad, el empresario que
confunde supervivencia con virtud.


Sheinbaum: el silencio sin la voz


Claudia Sheinbaum se sitúa en el extremo opuesto: disciplinada, cautelosa, precavida en el tono. Una
estudiante de ciencias en una época política que ya no confía en la ciencia; una presidenta que heredó el
poder más que conquistarlo moralmente.


Su paz, si puede llamársele así, es administrativa: el discurso calibrado, la obediencia estudiada, la
serenidad gerencial de quien gobierna sin alterar el orden que la hizo posible. El Comité Nobel no habló
su lenguaje porque ella no habla en la gramática de la resistencia.


Sheinbaum puede reclamar el linaje del ambientalismo y de la razón científica, pero esos ideales hace
tiempo se volvieron ornamentales bajo el peso de las contradicciones de su propio régimen.


Para el Comité, la paz es un acto de desafío frente a la coerción, no su gestión silenciosa. La mujer que
premiaron, Machado, enfrentó un sistema autoritario; la mujer en México lo administra, lo celebra y lo
capitaliza para sí y los suyos.


No es la ideología lo que descalifica a Sheinbaum, sino la ausencia: la ausencia de disidencia, de liderazgo
auténtico, de fricción moral, de costo personal. Los Premios de la Paz no se conceden a quienes navegan
la calma desde el balcón del poder, sino a quienes resisten la tormenta desde la calle.
La geometría del valor moral


El Comité, al premiar a Machado, redibujó la geometría de la paz. Recordó al mundo que el verdadero
opuesto de la guerra no es la diplomacia, sino la dignidad: la negativa a someterse a un régimen que se
alimenta del miedo.


Trump comanda la multitud; Sheinbaum hereda la maquinaria. Machado, sola y perseguida, no comanda
nada —excepto a sí misma—. Y precisamente por eso fue elegida.


En una época en la que los caudillos representan el patriotismo y sus cortesanos ensayan la obediencia, el
Premio Nobel se ha convertido menos en un trofeo que en una prueba: ¿quién puede seguir siendo
humano cuando el poder exige lo contrario? Machado la superó. Trump la reprobó hace mucho.
Sheinbaum nunca la tomó.

Epílogo: la moneda de la legitimidad


El Premio Nobel de la Paz, tantas veces criticado por su política, se redime de vez en cuando cuando
recuerda su origen: honrar a quienes transforman la convicción moral en riesgo público. En ese sentido,
otorgarlo a María Corina Machado no fue un acto de sentimentalismo occidental, sino de aritmética moral.
Trump, siempre en campaña, habla de la paz como de un negocio. Sheinbaum, siempre justificando, la
trata como un eslogan que debe administrarse. Machado, bajo la sombra de una dictadura, arriesgó todo
para llamar al mal por su nombre.


Esa diferencia —entre hablar por uno mismo y hablar por la verdad— es la línea invisible que separa al
estadista del ciudadano, y al oportunista del libre.


Y así, cuando su nombre fue pronunciado en Oslo, no fue Venezuela la que fue honrada, sino la idea
obstinada de que, incluso en un siglo tan cínico como el nuestro, la paz sigue perteneciendo a quienes
tienen el valor de enfrentarse al poder, no a quienes lo ejercen

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