Quienes no se sienten representados por el proyecto que encabeza la presidenta Sheinbaum, se equivocan al fincar sus esperanzas en Estados Unidos.
Afuera de Palacio Nacional se reunió un grupo de personas que gritaban frases como «No a la dictadura» y exhibieron pancartas con la leyenda «SOS Marco Rubio». Más allá de lo anecdótico, la escena refleja la desesperación real de un sector importante de la sociedad mexicana que considera que el endurecimiento del régimen autodenominado Cuarta Transformación -que ha logrado cooptar los tres Poderes de la Unión- los ha dejado sin mecanismos institucionales para organizarse o defenderse.
Este gesto, dirigido hacia uno de los funcionarios estadounidenses más poderosos, retrata la orfandad de representación que atraviesa una parte significativa de la sociedad mexicana. El fenómeno no es nuevo, pero últimamente ha sido más visible con legisladores como Lily Téllez y figuras mediáticas como Eduardo Verástegui -que registró una asociación para buscar ser partido político- y polémicas como Simón Levy, quienes han deslizado que sólo Washington puede configurarse como un contrapeso de facto a un proyecto político que ha trazado como estrategia gobernar solo para sus simpatizantes.
Se trata de un síntoma que tiene responsables: el PRI, PAN y Movimiento Ciudadano, partidos que en teoría fungen como oposición y quienes han fracasado en la tarea de construir alternativas, liderazgos y articular proyectos competitivos. Su irrelevancia en el tablero político se refleja cuando catalogan como un «éxito» empujar físicamente a otros legisladores o vociferar sin parar una lista larga de calificativos peyorativos desde tribuna.
Atrapados en cálculos de corto placistas y disputas intestinas, su incapacidad de organizar la inconformidad ciudadana está orillando a que cada vez más el sector inconforme anhele de forma ilusa una intromisión de los vecinos del norte para poner un alto a los abusos domésticos.
Quienes ven como salvadores de la democracia mexicana a la administración de Donald Trump pierden de vista que Estados Unidos está atravesando una crisis constitucional grave marcada por desacatos y violaciones a la ley en las que ha incurrido el inquilino de la Casa Blanca. De hecho, pareciera que, cuidadas las proporciones, Donald Trump apuesta por el mismo modelo populista que critica en Latinoamérica, solo desde una posición ideológica distinta, más de derecha conservadora pero con el mismo tinte nacionalista y con líder poderoso que caracteriza los países sudamericanos.
En ese sentido y aunque pareciera lógica la solicitud de ayuda externa para buscar atemperar al régimen mexicano de gustos autoritarios, la evidencia demuestra que Washington históricamente apela y busca su beneficio propio. Lo que impone la nación de las barras y las estrellas en la agenda binacional son básicamente dos temas: cómo de cárteles de la droga y su eficaz operación a partir de redes de corrupción con autoridades mexicanas y cómo establecer un nuevo tratado comercial que garantice una ventaja proporcional a su tamaño y peso económico en la región.
En sentido estricto, la administración de Donald Trump no se ha caracterizado por promover la libertad de expresión, tampoco por la protección de los derechos humanos. Desafía constantemente la ciencia en temas como el cambio climático y la efectividad de las vacunas. Promueve una política de inteligencia artificial sin control que se erige más como una amenaza para la humanidad que como una oportunidad. Con una diplomacia reconvertida y acotada a acuerdos comerciales, su soft power y su reputación como una democracia referente se han esfumado.
Ante este panorama y como incluso se refirió en diciembre de 2024 en este mismo espacio (antes de que Trump rindiera protesta) la orfandad política mexicana no debería de voltear a ver a Trump como salvación ante el deterioro democrático mexicano ya que no encontrarán una respuesta satisfactoria. La reconstrucción de los contrapesos mexicanos no se importará desde el extranjero: se edificará en el territorio, con instituciones propias y con actores dispuestos a representar y desafiar de verdad al régimen. De momento, no parece haber señales serias para hacerlo.
Las pancartas con «SOS Marco Rubio» son el síntoma de una esperanza mal colocada. Washington nunca será el salvador de la democracia mexicana. Construir el futuro pasa por abandonar ilusiones de «rescates» por parte de actores externos y en vez de ello construir ciudadanía que además de que exhiba a la irrelevante oposición institucionalizada en partidos políticos también recupere los espacios de representación y con ello de resistencia.